Oroza y Moreno: Desaprendiendo algunas viejas leyes.
Orlando Hernández – 2009
Estoy en deuda con Ernesto Oroza. Es una deuda de conocimientos que probablemente él ignora. (Todavía no puedo decir lo mismo de Gean Moreno, a quien conozco muy poco, pero probablemente en el futuro me suceda lo mismo). Hubiera podido no confesar esta deuda y atribuirme disimuladamente los beneficios que de ella se desprenden, pero no he sido nunca un miserable. Aprender no es un proceso tan difícil, pero a veces resulta trabajoso o incómodo recordar dónde o con quién aprendimos algo, y decidirnos a reconocerlo y a agradecerlo (si es posible públicamente, como pretendo hacer aquí). Tenemos la ilusión de que el conocimiento que hemos alcanzado sobre cualquier asunto es un regalo de nuestra propia inteligencia, de nuestra capacidad intelectual, de nuestro talento, pero uno a la larga se da cuenta que ese conocimiento es sólo la lenta e invisible acumulación y selección de todo lo que hemos ido aprendiendo aquí y allá, en los libros, en las conversaciones, observando cómo la gente hace las cosas, guiándonos por la experiencia de los demás, por los logros y errores de los otros. De los más viejos, de los más jóvenes y de los niños. De los “expertos” y de los “ignorantes”. De los muertos y de los vivos. Lamentablemente, al final resulta que quizás es muy poco lo que uno mismo ha podido aportar a esa acumulación, a ese depósito de conocimientos, pero se reconforta con la idea de que al menos no se ha quedado con los brazos cruzados.
En el caso de Oroza, se trata de una deuda de tipo teórico, de percepción, o de visión general sobre esa zona de la cultura que antes llamábamos con más comodidad “popular” por considerar que era algo que se hallaba situado en las antípodas o en una especie de polo opuesto a lo que considerábamos la cultura de élite, ilustrada, “culta”, y a cuyos dos extremos—si es que realmente algo puede tener sólo dos extremos—he dedicado (o desperdiciado) parte de mis especulaciones y escrituras durante casi treinta años. Lo que le debo a Oroza tiene que ver en gran medida con la magnitud o con la escala y complejidad en que se desarrollan o se despliegan esas polaridades culturales (o esas supuestas polaridades culturales), con la amplitud y diversidad de tipologías que su trabajo ha ido agregando a los listados previos (o al menos a mis listados previos), y desde luego, con cuestiones de orden taxonómico y axiológico, y que en lenguaje vulgar tienen que ver, respectivamente, con la manera de ordenar o clasificar metódicamente cualquier producto cultural (sin importar el rango que estos tengan) y con los valores (de cualquier tipo) que uno esté dispuesto a atribuirles y a proponer ante el criterio de los otros, venciendo las habituales resistencias que opone cualquier tradición establecida. Como se ve, no resulta una deuda pequeña.
Hubo cierto anticipo de estas ideas en el “contenido” que emanaba de aquellas colecciones de objetos organizadas en los 90 por el Gabinete Ordo Amoris en el que Oroza participó, pero sus reflexiones posteriores como teórico y como diseñador y artista (si es que en su caso se pueden separar esas actividades) tuvieron la virtud de incrementar de manera muy provechosa mi viejo inventario de objetos y ambientes donde era posible encontrar y celebrar la creatividad “popular”, de los no-expertos, es decir, de la gente común y corriente (que es lo que somos todos, sin excepción, en determinadas situaciones). Desde luego que este incremento o actualización pudo ocurrir porque mi inventario se mantenía en un terreno relativamente ortodoxo, demasiado apegado a la creación artística, a las “artesanías”, a los objetos, vestimentas y ambientes rituales afro-religiosos, es decir, a conjuntos que ya se hallaban en general constituidos en Sistemas y estudiados ya sea por la historia del arte, o por la etnología. Podría alegar en mi defensa que yo también había ido incorporando tímidamente a este inventario (aunque privadamente y sin mezclarlo del todo con los inventarios anteriores) los tatuajes artesanales y otras manualidades de origen carcelario, las sobrecamas de retazos, ciertos pelados y peinados (especialmente de las personas negras), las pinturas decorativas de uñas, la decoración en merengue de las panetelas (o “cakes”) y otras formas de expresión callejera de difícil ubicación, etc., pero de cualquier manera reconozco que mi visión se hallaba principalmente (y quizás aún se halla) demasiado apegada a criterios “estéticos”, o simbólicos, sin que me entusiasmara a ir mucho más allá. Esta ha sido, sin lugar a dudas, una de las molestas rémoras de mi formación profesional como historiador y crítico de “arte”, de la cual creo que ido logrando desembarazarme. Quizás el carácter más pragmático, más relacionado con la eficiencia, con lo funcional, que siempre ha predominado en disciplinas como el diseño, la arquitectura o el urbanismo, le han permitido a Oroza estos acercamientos despojados de misticismos, de esteticismos. De cierta manera la obra teórica de Oroza (ahora llevada a cabo junto a Gean Moreno) parece confirmar o reforzar mi propia concepción del carácter más o menos accesorio, no prioritario o poco importante de “lo estético” (y en especial de la belleza) dentro del complejísimo panorama de la producción cultural humana, y esto es algo que debiera agregar a mi lista de deudas.
Pero debo confesar que inicialmente experimenté cierta incomodidad ante los objetos o ambientes que con tanta desfachatez y seriedad Oroza seleccionaba y estudiaba, sobre todo por su inclinación a darle prioridad a los estados o condiciones deficitarias, a veces lamentables, catastróficas en que esos objetos eran producidos o inventados, sin que sus comentarios insistieran, o hicieran la más mínima alusión a las “calidades” estéticas o a los contenidos simbólicos de dichas creaciones. En realidad, me enfrentaba a una especie de desilusión o pérdida de la inocencia con respecto a la vieja concepción (romántica, idealista, esteticista) de los productos de la cultura popular, a los que siempre trataba de asignarles alguna “identidad” grupal o algún “significado” proveniente de los objetos mismos y no de las situaciones en que estos fueron creados. Lo que Oroza parecía destacar eran, por el contrario, los resultados (más o menos eficientes, según los casos) que los creadores (nuevamente, cualquiera de nosotros) lográbamos alcanzar en nuestro afán por contrarrestar las dificultades del medio, y que respondían generalmente a estatus deficitarios, de escasez, de necesidad, de pobreza, o en otro sentido, de prohibición, de control estatal, de censura.
La lectura que hacía Ernesto Oroza de esos objetos, ambientes y comportamientos (y las que hace ahora en otros contextos junto a Gean Moreno) siempre ha sido una lectura política, mucho más cruda y objetiva que todas las lecturas o acercamientos que yo estaba habituado a aceptar como válidas, aunque sus análisis tampoco constituyeran propiamente formas directas de denuncia o panfletos críticos sobre las innumerables “necesidades” de la gente (ya sea en el caso de los cubanos, o de los inmigrantes de otras latitudes residentes en Miami). Haber escogido, en el caso de Cuba, el Periodo Especial en Tiempo de Paz como marco histórico de sus investigaciones (un lapso bastante elástico, y cíclico, por cierto, que puede extenderse fácilmente hasta la actualidad) constituía no sólo un gesto de verdadera provocación intelectual, moral y política, sino una postura cognoscitiva ejemplar dirigida a las inercias de historiadores, sociólogos, antropólogos y demás estudiosos, quienes muchas veces se hallan enfrascados en los grandes acontecimientos, en los personajes relevantes, o en los productos culturales y artísticos destacados, y se desentienden de los procesos de la “vida real” de la sociedad y de la cultura. Por primera vez alguien se proponía descubrir y estudiar seriamente objetos y artefactos cotidianos o ambientes arquitectónicos (o comportamientos sociales, como las acumulaciones o reservas de objetos o de fragmentos de objetos destinados a usos futuros, etc.) no como creaciones o estrategias ocurrentes, algunas de ellas francamente proscritas o excomulgadas por las disposiciones legales del Estado, sino como condensadores y portadores de otros valores y significados, y por eso mismo, situados al mismo nivel de interés, de importancia que cualquier otro producto cultural que uno fuera capaz de estudiar. Oroza estaba investigando una parte de la cultura cubana que otros preferían esconder con vergüenza, pero que ponían en evidencia otras facetas de la creatividad, de la originalidad, de la astucia, y también de la valentía, de la resistencia, de la invencibilidad que poseían los mismos integrantes del pueblo cubano que practicaban otras manifestaciones que sí eran aceptadas, reconocidas y aplaudidas en otros escenarios. Como si tratara de mostrarnos que era sencillamente el mismo y poderoso gen el que gobernaba, de un lado, la creación artística, musical, literaria, y de otro lado, la invención del picadillo de gofio, los bisteques de toronja, de colcha de trapear, o cualquiera de las miles de ingeniosas invenciones que aún nos mantiene funcionando y que sólo por eso muy bien podrían optar por un –aún no estatuido– premio Nobel de la Sobrevivencia.
En realidad son muy pocos los que se interesan por lo no-interesante, por lo intrascendente, por las cosas que quedan atrapadas o abandonadas en los intersticios, que no pertenecen a ninguna disciplina de estudio; cosas sin prestigio, desacreditadas, ridiculizadas, desatendidas por la mayoría de los historiadores, críticos y teóricos del arte o del diseño, por los sociólogos, antropólogos y culturólogos, que ni siquiera llegan a ser consideradas de mal gusto, antiestéticas, feas, sino simplemente inútiles, prescindibles, desechables, insignificantes, pero desde las cuales también puede darse el gran salto hacia la comprensión del Universo. Y éste ha sido el árido terreno de investigación de Oroza y Moreno.
El interés actual de Oroza y Moreno por estudiar el uso de bocinas callejeras en el exterior de un grupo de comercios del (para mí desconocido) Pequeño Haití en Miami, la discreción con que son desplegados sus cables, la reutilización o re-funcionalización de objetos recuperados del entorno, el carácter efímero o provisional de su emplazamiento para evitar sospechas de que son permanentes y que les permite a dichos comerciantes (probablemente inmigrantes no precisamente de Haití, sino de cualquier zona del Caribe y Latinoamérica) transgredir las normas y prohibiciones burocráticas establecidas, nos permite entender que sin lugar a dudas tales acciones irán transformando por su cuenta y silenciosamente la imagen de aquella ciudad y de sus habitantes y transeúntes. Esto refleja no sólo un decidido escepticismo o despreocupación por la labor de los expertos, de los diseñadores, arquitectos y urbanistas, sino también un escepticismo frente a la función del Estado y sus instituciones, lo cual resulta un sentimiento muy familiar a los cubanos, quienes con acciones muy semejantes (estúdiense las amplias redes secretas de cables para la trasmisión de la señal de antenas parabólicas, por ejemplo) han estado tratando de hacer prescindible al Estado, con su manía de querer controlarlo todo, forzándolo con astutas estrategias a que abandone de una vez por todas su pretensión de seguir funcionando como un rígido y autoritario hardware y permita que la sociedad se convierta en un alegre conjunto de software libres, a cuyos códigos todos puedan tener acceso para cambiar todo lo que deba ser cambiado cada vez que sea necesario. Me cuesta decirlo, pero son acciones y estrategias ciudadanas (las del Pequeño Haití) de las que apenas podemos aprender mucho en Cuba. Creo que –y no quiero ser acusado de chovinismo—que Cuba se ha convertido, sobre todo en los últimos 10 o 15 años, en una gran potencia en cualquiera de estas artimañas.
Pero además de en el plano de lo material, de lo físico, de lo objetual, de lo espacial, esto también ha estado sucediendo en el plano de la realidad espiritual, psicológica, moral del cubano. No sólo ha ido surgiendo en Cuba una “desobediencia tecnológica”, como la llama Oroza, a nivel del diseño, de las readecuaciones y articulaciones novedosas en la creación de objetos cotidianos, de nuestras viviendas, de nuestras fachadas y del entorno urbano, sino que los cubanos hemos aprendido a reaccionar e innovar también discreta pero decididamente ante las inclementes presiones generadas por la intolerancia y la cerrazón oficial, creando novísimas formas de expresión y acción subterránea, silenciosa, (como en los rápidos discursos susurrados de los vendedores ambulantes sin licencia) o utilizando los escasos resquicios de Internet para generar negocios, facilitar permutas y otros muchos servicios o trasmitir información no autorizada, o haciendo uso de todas las variantes del disimulo, de la doble moral, de las falsas aceptaciones públicas y las negaciones privadas, y otras miles de acciones imposibles de controlar por las autoridades, lo cual, en su conjunto, ha ido conformando otra imagen (o autoimagen) de nuestra sociedad muy distinta a la imagen que aparece en la prensa oficial y en la TV: se trata de un nuevo “diseño” social, psicológico, moral y político de los cubanos actuales. ¿No es de ahí de donde quizás esté naciendo verdaderamente el “Hombre Nuevo”? El control de ese proyecto ha ido pasando de las rígidas (pero resbalosas) manos de la ideología a las manos más rápidas, seguras y prácticas de la simple necesidad, de la aspiración, del deseo de los individuos, de los sujetos, de los ciudadanos, es decir, del “pueblo”. Creo que es a esas nuevas lógicas del comportamiento (individual y social) a donde nos llevan los estudios de Oroza y Moreno más que al viejo “sistema de los objetos”.
Como Diderot y D´Alembert en el siglo XVIII, Oroza y Moreno están intentando crear una nueva Enciclopedia, pero esta vez no de la Cultura, de la Tecnología, del Conocimiento, sino de esas mismas grandes palabras, pero escritas en letras minúsculas, en los márgenes, en los pliegues, en las entrelíneas, sin preocuparse mucho por los errores ortográficos o los borrones y tachaduras. No hay que olvidar que si bien Oroza no pudo ser hijo de ningún Siglo de las Luces, fue, por el contrario, un hijo privilegiado del Apagón, del Período Especial y del Plan Tareco. Y eso ofrece grandes ventajas.
Donde otros sólo ven ruinas, engendros, desórdenes, incoherencias, Oroza y Moreno ven creatividad, vitalidad, transformación, crecimiento. Ambos son un extraño par de entusiastas, repletos de optimismo. Tienen plena confianza en que ese caprichoso animal llamado ser humano aún conserva, de la misma manera que hace un millón de años, los mismos impulsos irresistibles de sobreponerse a las dificultades, y que es solamente esa capacidad la que será capaz de transformar el mundo. Que esta transformación comience en el barrio de Coco Solo en La Habana o en el Pequeño Haití de Miami parece ser indiferente.
Orlando Hernández
La Habana, octubre 2009