Notas alrededor del chapapote*
Ernesto Oroza
1. Era de sangre y brea. Corre 1482, nadie lo sabe, pero falta un siglo para el último año juliano. Es luna creciente, por eso las mujeres exhalan brea por la boca. Mastican hasta el anochecer el betún o pez, que en mantos ondulados deposita el océano sobre la orilla. Humeantes canutos, llenos de chapapote, perfuman los recintos interiores de los bohíos. Besar a una mujer caribe es como entrar en su choza. Para ablandar el duro chapopotli lo mezclan con axin, una larva que hace colonias en los sobacos del piñón y otras plantas. La mixtura púrpura les embarra profusamente la lengua y los dientes, se hace espuma violácea en las comisuras de la boca. El tinte aceitoso y espeso del axin protege sus labios de ese aroma carnívoro que es el salitre.
En Yucatán, las mujeres públicas también mastican chapapote, dicen les disimula el hedor, o se los cura. Sus labios, lenguas y dientes los entinta un primo cercano del axin, la cochinilla del nopal o de la tuna, un diminuto bicho que cambiará muy pronto la historia cromática del mundo. ¿Cómo se ha podido invadir, colonizar y reinar sin el magnífico carmín?
Es 1582, nadie sabe en América que es el primer año gregoriano. Fluye, en barcos embadurnados con la impermeable brea, el primer comercio capitalista global. Un navío de aviso español, recién calafeteado en Varadero, se enfrenta a un inesperado risco y naufraga. Arroja, sobre el arrecife coralino, decenas de cajas cargadas con sacos del polvo rojo extraído de la cochinilla. Los clavos sueltos de las arcas rajan los costales de lienzo, se libera una enorme y densa nube carmín. Huyen desconcertados los peces. Tres catalufas nadan ciegos e invisibles. Todos los corales, bajo el naufragio, son ahora de fuego. El navío parece, desde el cielo, una bestia mutilada que derrama su vitalidad. Sobre decenas de hectáreas del lecho oceánico se disuelve a borbotones la sangre de tuna o nocheztli –en nahuatl. La arena se arremolina, baja y sube en una llamarada roja. La corriente del golfo esparce el trabajo de cientos de familias indígenas que con paciencia cosecharon –tres veces en el año– la muerte del insecto. La abismal mancha bajo el océano es solo un beso húmedo si lo comparamos con los más de ochenta y cinco mil kilogramos de grana cochinilla que llegarán cada año, durante los próximos lustros, al viejo mundo.
América, sin competencia, entrega desde Veracruz el rojo más poderoso a Europa: engrandece el poder católico y militar que los subyuga. Tiñe con exquisito carmín las vestiduras del horror imperial. Vía España el polvo llega a Rusia, a Persia. Reactiva –con el añil– los mercados de colorantes en Europa. Sale el insecto molido desde Acapulco hacia Filipinas y alcanza Turquía. Colorea, dinamiza, enchumba todos los mercadillos de Asia abastecidos por la flota española Nao de China, que hace el recorrido del Pacífico dos veces al año. Portugal lleva lanas y sedas rojas a los señores feudales y guerreros del Japón. Las guerras, del período entre el segundo y tercer Shogun, reclaman uniformidad y fiereza. Sabe el samurái que primero mata (de espanto) la luz del carmín –o syoujyou-hi– que la del sable.
Reina en el mundo un nuevo y vibrante color, nadie en el planeta quiere saber nada del antiguo carmesí de kermes.
Cinco siglos después se confunden en un mismo origen ambas materias. El rojo carmín es ahora sintético. Le llaman, en memoria del pequeño insecto: Rojo Cochinilla A. El nuevo pigmento, como la brea, es un derivado del petróleo y es más barato que el tinte de origen animal.
El colapso molecular y semántico entre asfalto y sangre de nopal, entre chapapote y carmín, fue profecía en el aliento entrópico de una mujer caribe.
2. Casualidad, Prosperidad, Porvenir. El chapapote arriba desde las entrañas rotas de la tierra, lo supura el planeta como si fuera su memoria. Oscuro, sus tonos recorren desde el negro carbónico, profundo y total, al ocre intenso y tornasolado. Malta le decían los primero pobladores de la Habana al betún que emanaba de las profundidades de la bahía. El símil aloja ambos tonos: el negro denso de la malta y el ocre dorado de su espuma. Superada la mirada cabal sobre sus variaciones cromáticas, cuando hablamos de chapapote — brea, asfalto, betún–, el color con el cual lo asociamos es el negro-negro.
Su constitución puede ser porosa, una boronilla compacta. Así son algunas acumulaciones, redondeadas como guijarros, halladas entre la arena de la playa. Otras veces el chapapote es roca grande, sucia en su exterior. La he visto como una piedra empanizada por polvo calizo, que al partirse muestra un extraño interior totalmente pulido, como un líquido detenido en el que flotan burbujas abiertas. Otras veces, y es quizás su estado más recurrente, la brea es pegajosa, quemante. Un fluido denso, que aun contenido, parece difícil de manipular sin que embarre todo, sin contaminar el paraje donde se acumula.
El olor del chapapote presagia esta contaminación. Su aroma, sobre todo cuando arde, se derrama lejos. El rango de elementos que la componen tiene un eco en la variedad de sus olores. Por lo general tiene un vaho pesado, una mezcla condensada de alquitrán, azufre, huevo podrido. Paradójicamente el segundo vocablo de la palabra chapapote proviene del azteca, donde popochili, significa perfume.
Es esta conjunción de rasgos, y sobre todo su procedencia, lo que hace del chapapote un elemento extraño y perturbador, una presencia no familiar. Una masa prieta que, en ocasiones, nos visita. Una sustancia que viene del “adentro.” Un jugo viscoso que se escurre, expulsado del abismo esférico de una fruta siniestra.
La brea hay que interpretarla desde una perspectiva geológica, atender a su fluir desde un marco de referencia de ciclos terrestres mas amplios que nuestra cultura. Es allí donde su curso parece ocurrir, donde su presencia es más aciaga. Se aproxima solo para recordarnos su procedencia orgánica prehistórica. Nos incita a pensar que muchos de los líquidos vitales que hoy circulan, bullen, nutren e influyen vida, drenarán un día de todos los cuerpos, secándolos. Desde los arboles hasta los mas volátiles y pequeños insectos, serán derretidos en un fuego catagénico para ser absorbidos por los poros del planeta; prometiendo retornar a la superficie muy lentamente y solo después de unas largas eras post humanas. El chapapote nos advierte, que la vida que cursa sobre la tierra hoy arderá como lo hacían las cintas viejas de cine, dejando en la atmosfera el humo exiguo y oscuro de una inmanencia evaporada; sobre la tierra, un cordón liquido, serpenteante y pastoso.
A pesar de este perenne aviso, por siglos hemos intentado domesticar a la bestia. Lo hallamos en las orillas del abismo. Ha venido con las mareas y erupciones a depositarse, manso, en las demarcaciones de ambos mundos. Poco a poco le encontramos usos. Quizás el mismo se fue mostrando en todas sus posibilidades, reforzándonos la idea del accidente como el vocabulario inefable del universo.
Sacamos ventaja de su impermeabilidad. Moisés, bebé, según se señala el Éxodo 2:3 –NVI, flotó por el río en una canasta de papiro sellada con asfalto. Los largos viajes de exploración de los europeos, no hubieran ocurrido sin el empleo de la brea finlandesa para el sellado de los cascos de navíos. Sin su éxito en el calafateo, es muy probable que no se hubiera puesto en marcha el capitalismo global.
Aprendimos a sacar provecho de su combustibilidad y este empleo alcanzó un clímax histórico y dramático como uno de los probables ingredientes del “fuego griego”, antecedente conceptual y estratégico del Napalm. Extracto de petróleo, azufre, brea, aceites vegetales y tal vez salitre o cal viva conformaron la mezcla secreta incendiaria, por medio de la cual el imperio Bizantino evitó, por varios siglos la toma de Constantinopla por el Islam. Esta arma temible determinó, en gran medida, el orden mundial de hoy.
La capacidad coagulante de la brea ha tenido, por su parte, un uso mas conocido en la construcción de caminos, desde Mesopotamia hasta el presente. Ríos de asfalto seco, recorren el mundo. En Cuba digamos que no son tan secos. En el verano, que es perpetuo y ardiente, parece hervir el chapapote en las avenidas. El peso de los autos y ómnibus lo empuja orillándolo. La marea de brea informe trepa por las aceras de concreto hasta engullirlas, cada mediodía un milímetro. Los caminos derretidos de la isla atrapan, cuidadosamente, toda la basurilla orgánica y artificial que desprende la urbe. Tornillos, monedas, semillas, alambres, fragmentos de mecanismos desconocidos, atrapados, segundo tras segundo, en el asfalto por un agosto despiadado.
A propósito de la isla y de los usos de la brea, hago un paréntesis necesario. En las ultimas dos décadas se ha hecho recurrente ver brea arrojada sobre las paredes de las casas. No se trata del proceso común de impermeabilización en techos y muros agrietados. Me refiero a un uso sórdido del chapapote. Una acción que intenta estrangular, estigmatizar y maldecir el hogar y la familia; al tiempo que trae espanto y repulsión a los vecinos que no pueden evitar que el olor acre colonice sus pulmones. El remanente de esta acción, lo que queda grabado sobre la urbe, son trazos oscuros goteando sobre paredes de cal. La imagen sobrecoge, perturba gráficamente, pero en su recurrencia terminará disolviendo el estigma en un paisaje urbano pintorreteado e insurrecto. Es evidente, que el uso opresivo del chapapote se erige sobre su naturaleza macabra. Podemos ahondar sobre sus usos en la civilización pero, en términos semióticos, esta inquietante materia nos remite sin cesar a su lúgubre origen.
Sigo creyendo que puedo bordearla sin embarrarme, que puedo posponer asomarme a la fatalidad de la brea. Me propuse, con buen ánimo, titular las segundas notas de este texto con la secuencia Casualidad, Prosperidad, Porvenir. Son palabras sugerentes, alentadoras y especulativas que ayudan a levantar vuelo analítico despegándonos del material en cuestión para apuntar a sus relaciones históricas y de producción. Fueron estos, precisamente, los nombres dados, por sus dueños, a tres minas de asfalto situadas en el camino de la Habana a Matanzas. El producto de sus extracciones se exportó por barco, hace siglo y medio, hacia Filadelfia, Liverpool y Londres. Menciono, aprovechando que escribo sobre capitalismo, exportaciones y barcos, el proyecto Marea Negra. Una obra ensayística y documental del artista Allan Sekula sobre el derrame del tanquero monocasco Prestige en costas de Galicia (2002). La obra incluye un registro fotográfico sobre el grupo de voluntarios que ayudó a limpiar, por varios meses, centímetro a centímetro la rocas, las orillas y el océano. En las fotos de Sekula se documentan jóvenes embarrados de chapopote, formando parte de la marea, como si esta no solo no se dejara retirar, sino, que en una reacción ofensiva, invadiera sus cuerpos subiendo por sus manos y piernas.
Definitivamente el asfalto no se deja circundar. Una indígena, no sabemos de que grupo humano, quedó atrapada en el lago La Brea (Los Ángeles), hace más de nueve mil años. La joven intentaba rodear el burbujeante lago para rescatar a su perro, que fue encontrado finalmente junto a ella. Algunos de sus restos fueron separados, –hace ahora un siglo (1914)– de la adhesiva sustancia pero su persona quedó ligada (por toda la eternidad humana) cuando fue nombrada por los paleontólogos como: La Brea Woman.
Me repito, no hay sentido en rodear esta materia, aproximándonos solo lo suficiente, para buscar sus pegajosas conexiones históricas con otros cuerpos, para extraer derivaciones de su ya derivada naturaleza. La brea quiere estar entre nosotros, quiere ser útil, quiere, incluso, ser tipografía, espera que escribamos con ella. Ahora se propone como un patrón decorativo, bonito, tranquilo, para colarse por las rendijas de nuestro espanto.
3. Asphalt Rundown. Es el título de un trabajo de tierra realizado en Roma, por Robert Smithson en Octubre de 1969. La obra consistió en un vertido (pour) de asfalto caliente sobre una accidentada loma de tierra rojiza. Un camión grande de volteo se aproximó, en retroceso, al borde de la pendiente para dejar caer todo su contenido. El proceso se fotografió y filmó, generándose obras paralelas al derrame. Su propósito, como en todos su vertidos, era simular/acelerar los procesos entrópicos y de fusión. El líquido se enfrió mientras bajaba con pereza la inclinada ladera. La obra, entendida por muchos como un gesto pictórico en el entorno –emparentado al action painting–, fue modulada por la fuerza de gravedad, los cambios de temperatura de los componentes, el clima de Roma, la fricción entre las materias y el peso de la carga vertida.
La selección de una pendiente y no de un lugar llano apunta a cierta exigencia dramatúrgica. Quizás solo quería elongar la acción, proponiéndose que el chapapote “actuara”, articulando una secuencia cinematográfica expandida. Me lo imagino como un filme de un solo cuadro, en el cual, la única acción, deriva del calor de la lámpara de proyección sobre las moléculas aceleradas del celuloide. Un tipo de teatro fatal de los elementos.
Al escoger la pendiente Smithson potenció, dramáticamente, el ralentí. La pendiente es una metáfora del indetenible curso terrestre. Nos expone ajenos y limitados ante el derrotero del tiempo y de ciertas narrativas en la tierra. Valiéndose de la cualidad coagulante del chapapote, el artista bosquejó la hipótesis de la obra de arte, que detenida en un instante trascendental, se aboca, inequívocamente, a su destrucción final. Ya hemos tenido el tiempo de comprobarlo con su proyecto Spiral Jetty (1970). La tierra asumió el control. Es ella quien abre y cierra el telón de la obra: se tragó la espiral de 1500 pies de largo para expulsarla a la superficie dos décadas después, erosionada y acompasada a ritmos no humanos.
Hace 9 años visité la maqueta oficial de la Ciudad de la Habana. El modelo está alojado en una edificación diseñada para esta función, en el municipio Playa. En los primeros minutos mi atención la robó una pequeña mancha oscura que flotaba sobre los prismas ocres que representan los edificios construidos durante la República (1902-1959). El extraño conjunto replicaba las 138 banderolas negras que fueron colocadas en el Malecón de la Habana en el año 2004. En la maqueta, estas sombrías banderas aluden a la idea de movimiento, “ondeando” a perpetuidad. Como el asfalto de Robert Smithson, éste conjunto, enuncia la posibilidad del ralentí, de un movimiento tan imperceptible que nos descarta, como espectadores, de su narrativa. Ambos modelos –los vertidos (pours) pueden entenderse como modelización de procesos entrópicos–, ilustran una realidad articulada por múltiples sedimentos y ritmos que nos excluyen sensorialmente. En las maquetas urbanas, esta alegoría de las múltiples ritmos y realidades se potencia. Puedo imaginar miles de bacterias y ácaros crecidos entre los ácidos y fluidos orgánicos de los pigmentos, pegamentos y fibras de cartón. Bestias invisibles alimentándose de las banderas, devorándose entre ellas, extrayendo energía de una ciudad que no perciben, sino como un campo de recursos y fuerzas en reacción.
Leyendo las notas que Smithson escribió sobre Asphalt Rundown tengo la tentación de usarlas, al menos para enturbiar la interpretación de mi descubrimiento en la Maqueta de la Habana, y cito para dar por concluido este viscoso encargo: “The slow movement of this black matter winning over the earth is not without making us think of an anti-matter that would absorb whatever interacts with it, the asphalt drip characterizes quite convincingly a materialization of formlessness, one can also think of this fluid mass that will eventually dries-up and somehow strangle the earth below it etc.”
*texto realizado por encargo de Ana Olema y Annelys PM Casanova